Jue. Abr 25th, 2024

[Audio cuento: «Un Pulpito y un Calamar» realizado en Radio Pimienta]

Alguna gente suele sorprenderse cuando digo que no me gustan las lapas, los burgados, los erizos, el pescado crudo… porque siempre afirmo que «me saben demasiado a mar, y no me gusta comerme el mar». No entienden que estoy tan hecha de profundidad marina, tan de salitre acumulado generación tras generación, que, para mí, sentir que me como el mar es como acometer cierta suerte de canibalismo. El mar es el puente que une mis genes. No. No me gusta comerme el mar.

Dicen los rumores que el monumento a la pescadora en el muelle del Puerto de La Cruz, a pesar de lo que reza en su placa, se hizo pensando en mi bisabuela, Antonica la del pescado. No solo por ser de las vendedoras de pescado más conocida de la zona, sino por ser de las primeras mujeres en hacerlo cesta a la cabeza. De hecho, cuentan que fue la primera. La primera en recorrerse el valle con su pescado, regalando a cada calle que pisaba olor a costa recién bañada. Yodo y sal.

Esperaba tempranito en el mismo muelle la llegada de los barcos. Esperaba no solo el pescado que trajera recién cogido mi bisabuelo Juan El Patita, también de sobra conocido, del que uno de sus nietos heredara no solo el nombre sino además el apodo, y por el que se repitiera por años el cantar «Juan patita fue a la mar, pescó un pulpito y un calamar» quedando en el recuerdo popular del barrio y la familia. No. Antonica esperaba paciente, junto a los primeros rayos de sol sobre el callao, lo que del mar recolectaran también otros pescadores para portearlo igualmente sobre su cabeza, en su cesta ya eterna.

Eran años difíciles. Canarias vivía sumida en la pobreza, el hambre, el miedo y el yugo fascista durante y después de la guerra. Por eso, Antonica la del pescado salía siempre recién nacido el día al muelle, llenaba su cesta y subía y bajaba a donde hubiera otra casa de pobres tan pobres como ella. Allá donde le alcanzaran sus piernas, las mismas que le acabaron cortando cuando ya fue muy mayor, por la cangrena con la que la maldijo la diabetes. «El azúcar», ese mal común tan canario que arremete a base de comer pura necesidad.

Tocaba en cada casa y armaba jaleo por el pueblo:  – “¡Catalufas! ¡Samas! ¡Sarguitos! ¡Dan brincos de frescos que están!”. Las vecinas a su paso asomaban el jocico al marco de la puerta. Antonica “la del pescado” bajaba entonces la cesta de su altiva cabeza y apartaba con mimo las algas humedecidas de mar con las que tapaba el pescado y otras cosas de fondo y risco, porque así era como Antonica conseguía mantenerlo siempre fresquito, de principio a fin del largo recorrido. Mientras se alongaban a su cesta, Antonica pensaba en esas mujeres pobres, tan pobres como ella, y en cómo tras cada puerta a sus espaldas había tantas bocas que alimentar con miseria como tras su puerta corroída de salitre. Así que Antonica no siempre cobraba monedas por el pescado. Muchas veces lo intercambiaba por lo poco que tuvieran las otras mujeres del valle. Se apoyaban mutuamente de una manera tan natural como las algas que mantenían fresco su pescado.

Antonica salía del muelle cargada de mar y regresaba oliendo a campo. Papas, tomates, millo, toronjil para la agüita, gofio… hasta leche y aceite.

Repartía la jornada de dinero y regalos del campo por el barrio con las familias de los mismos pescadores que, tempranito, le habían terminado de llenar la cesta.
Cuando Antonica la del pescado llegaba al barrio de Malpaís en Las Cañadas del Puerto, subiendo por mares de lava enriscada y plataneras, Grafira, santiguadora y curandera, salía siempre a mirar lo que Antonica trajera de ahí debajo pegadito al mar.

Grafira, que de joven había salido a vender su propio pescado llegando más lejos aún que Antonica, hasta allá hasta donde Icod el Alto a subir también mar para bajar campo, ahora trabaja en lujoso hotel residencia temporal sobre todo de alemanes e ingleses, que venían a curar sus achaques y padecimientos a costa de hombres y mujeres del país tan pobres como ella. Por eso aprovechaban su trabajo para recuperar parte de lo que se les robaba. Practicaba resistencias populares contra la explotación colonial y turística sin ser consciente de ello. Tal y como siempre se practicara en esta tierra tras la conquista. De manera tan natural como las algas que mantenían fresco el pescado de Antonica. Con nocturnidad y alevosía volvía muchas veces Grafira sobre sus pasos para sortear el maltrato y la vigilancia de los guardias civiles, desenterrando los tesoros que durante el día había conseguido rescatar de la opulenta cocina. Tras su puerta llegó a tener dieciocho bocas chinijas que alimentar, incluidas las de una pareja de mellizos de la que solo sobrevivió el niño, Juanito, que vio también como además de su hermana melliza, moría algún que otro hermano y hermana más.   

Ahora, cuando no trabajaba duramente en el hotel, aguardaba la llegada de Antonica la del pescado. Grafira preparaba la comida. Entretenía la espera pensando en quién se acercaría a la tarde para que le echara algún santiguado, le sacara el sol de la cabeza, acabará con la erisipela, el herpes con culebrilla o le trajera a su niña para que le curara el susto o el empacho. O sí quizás vendrían con algún chiquillo para que le curara el buche virado y entonces mandar llamar a su marido Domingo, que era quien se encargaba de esas curas además de ser el medianero al que llamaban El Cachimporro, debido a que su padre siempre andaba fumando en cachimba. Apodo que se convertiría en familiar llegando hasta sus nietos y nietas, que pasarían a ser conocidas como las Cachimporras y los Cachimporros.

Salía Grafira al camino frente a su casa a la llegada de Antonica. Se saludaban con cariño de puras conocidas, que hasta algún aire le había rezado, y le compraba el pescado por unas pocas monedas si las había o hacían trueque por las cosas que Domingo traía de la finca a cambio de su trabajo. Alegaban mientras, sobre las nuevas noticias y los cuchicheos de sus respectivos barrios, pero nunca pudieron sospechar que la vida iba a unirlas más allá del intercambio de alimentos y remedios, porque Grafira, esa mujer de fuerte carácter capaz de escuchar y ver más allá de lo audible y visible para la mayoría, también iba a ser mi bisabuela igual que lo fue Antonica. Grafira, a la que aún recuerdo tras sus gafas de culo de botella: – “toma, vete al carrito de Rosa y tráeme cinco duros en caramelos de la vaquita”.

Ascensión, hija de Grafira, que terminó siendo conocida como Chona, con solo diez años fue enviada sin remedio con sus largas trenzas junto a su tía Concha a trabajar a la capital, a atendar en las casas de los señoritos. Tantas eran las bocas que alimentar, que de tan chica que era ella se subía a un cajón para poder alcanzar al poyo de las cocinas a fregar y cocinar para mandar dinero a su madre. Pero a Chona le gustaba el barrio, su Puerto de La Cruz, sus Cañadas. Y con diecinueve años y una niña mamando de un pecho se casó con Manuel, que antes ya de ser novios, le tiraba de las trenzas para hacerla enrabiscar. Manuel trabajaba para Pepe Herreros en un terrenito con casucha humilde en La Fajina, que ni luz ni agua tenía, justo debajo de donde vivía su madre Grafira, casi en el mismo lugar donde hoy está plantado el Hotel Puerto Palace. Allí trabajaba las plataneras. Tenían una vaca y un becerro en la gañanía que se andaban escapando día sí día no, y unas cuantas cabras en el corral junto a la casita que se comían los pelos de las chiquillas al más mínimo descuido. Chona, igual que hacia Grafira, escuchaba llegar hasta su puerta tras la que había cinco bocas que alimentar, a Antonica la del Pescado para salir a su paso. Muchos días no tenía dinero, pero sí lo que cultivaba Manuel a orillitas de la platanera, aprovechando hasta el último espacio de tierra. Antonica sabía que Chona era pobre, tan pobre o más que ella. Tanto, tanto, que conocía de su falta de aceite para poder hasta freír el pescado cambiado por viandas del campo. Así que Antonica además de dejarle pescadito fresco, le ponía en las manos unas cuantas monedas de las conseguidas ese día, para que Chona pudiera comprar el aceite necesario para prepararlo. Chona y Antonica intercambiaban también, como pasara con mi bisabuela Grafira, saludos, novelerías y gratitudes. Pero ni la una ni la otra pudieron tampoco siquiera imaginar nunca la relación que el destino andaba sellando. Aquel pescado sacado de la cesta y frito con el aceite comprado con las monedas de mi bisabuela Antonica, iban a alimentar sin ella saberlo a la madre de su bisnieta, porque Doña Chona sería mi abuela y una de sus cuatro hijas, Conchi, la más pequeña, se casaría con su nieto, aquel que heredara el nombre y apodo de su marido: Juan Patita.

El mismo mar y la misma tierra tan pegadita a él, acabaron alimentando las bocas en distintas mesas que un día uniría la vida y las convertiría en familia. Las de mis dos bisabuelas, Antonica la del pescado y Grafira. La de mi bisabuela Antonica y mi abuela Chona. La de mi madre Conchi la Cachimporra y mi padre Juan Patita que me traerían al mundo a mí, bisnieta de unas, nieta de la otra.

El mar es el puente que une mis genes. Antonica, Grafira, Chona. Mujeres comunitarias, fuertes, luchadoras, supervivientes, persistentes y resistentes ante cualquier vicisitud. Antonica, Grafira, Chona, mujeres tan bravas y tiernas como el mar. Con sus corrientes de fondo, sus marejadillas, todas ellas habitan en mí. Y dicen por ahí que, de aquellos barros, estos lodos…

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