El nuevo film de Armando Ravelo es una producción coral, en la que todos los elementos suman y consiguen un producto emocionante, arriesgado, y complejo en su forma y en su fondo.
“Un día habrá una isla
que no sea silencio amordazado.”
Las islas en que vivo (1971), Pedro García Cabrera
La piel del volcán ha llegado a los cines del archipiélago, como un regalo después de una sequía que parecía eterna. Desde Guarapo no encontramos en el panorama audiovisual isleño una película que se atreviese a contar, y a contarnos nuestra historia. Esta ausencia es con toda seguridad el producto de muchas cosas, pero entre ellas no se encuentra la falta de talento, disciplina, o trabajo, sino precisamente la política que nos condena a ser el escenario permanente de las ensoñaciones foráneas. El nuevo film de Armando Ravelo es una producción coral, en la que todos los elementos suman y consiguen un producto emocionante, arriesgado, y complejo en su forma y en su fondo.
Antes de hablar de ella, me siento obligado a comentar una cuestión, la de la endofobia. Cuando hablamos de esto nos referimos al miedo a la cultura en que crecimos, el rechazo a lo propio, que toma la forma a partir de la baja autoestima inducida a un grupo humano por parte de otro que invade, coloniza y oprime. Es una forma permanente de opresión, y de la que solo podemos salir reconociendo la raíz de los problemas que nos afectan. Cuando me dirigía a ver esta película, y a pesar de muchos años de pensar y pensarme en relación al país en el que he nacido y habito, no pude evitar identificar algo de esto, que por mucho que explore continúa asaltándome. Quería que la película fuera buena, y aunque no me gustara del todo, sabía que me iba a contentar porque hablaba de lo nuestro. La sorpresa ha sido maravillosa, porque me he encontrado con una pieza de cine, que creo con seguridad, llegará a ser un clásico, una verdadera proeza del séptimo arte, hecha con cariño, sinceridad, y sobre todo talento.
El viaje que nos propone La piel del volcán a lo largo de sus escenas es el devenir de la historia de las Islas, pero lo hace arriesgando, saltando entre tramas que confluyen al final, y todo ello sin ser aburrida ni un solo momento, manteniendo la intriga y haciéndonos sentir cómplices de un misterio que sobrepasa a los protagonistas. La espectadora consigue gracias a su punto de vista privilegiado entender con claridad lo que los personajes no pueden sino atisbar. Armando Ravelo nos ofrece en el metraje todo un aprendizaje, una hermenéutica, de la historia isleña, que atraviesa la obra, y que a cambio de muy poco esfuerzo de la espectadora da mucho.
La trama arranca con una arqueóloga, que ha encontrado un hallazgo extraño y esotérico, dos cuerpos de distintas épocas, mil ochocientos cuarenta y tres, y mil novecientos cuarenta y uno, son la premisa que sirve de puente entre ambos períodos y la actualidad. La elección de estos momentos no es casual, se dirimen en los pliegues de los principales conflictos violentos que han vivido Canarias, los últimos años de la conquista y los años siguientes al fin (oficial) de la guerra civil, circunstancias que sirven para desarrollar un guión que trata de mostrar y no de sentenciar. No existen ni héroes ni villanos claros, no se esgrime un argumento maniqueo donde podamos identificarnos con el “lado bueno” de la historia. Por ello no es una película que trata de hacer propaganda de nada, sino que nos lleva alternativamente a sentirnos parte de esos irremediables perdedores, pero también de otros que traicionan y buscan un camino imposible hacia la redención. Es este el auténtico viaje, el coraje de enfrentar los propios actos, y donde solo el amor, y la honestidad con uno mismo, salva.
Resulta que estamos mal acostumbradas, o quizás no, a día de hoy ya no, a pensar lo político netamente en términos partidistas e ideológicos. Lo político es apoyar a un partido, lo político es definirse y definir, lo político en definitiva como una etiqueta que explica por sí misma un posicionamiento moral. Sin embargo, sabemos que lo político desborda, y atraviesa nuestro existenciario. Con ello no podemos decir que “todo es político”, a riesgo de convertir la política en algo relativo, intrascendente, en una nadería, pero quizás si podemos afirmar sin equívoco que muchas de las cosas importantes de nuestra vida ocurren en relación a otras personas. En este sentido, dos de los tres períodos que atraviesa el film son momentos complejos, difíciles, donde hay una lógica asentada entorno a los vencedores y vencidos entre bandos enfrentados. Hablar de esos momentos, atendiendo a la difícil situación que vivió el archipiélago, se convierte por tanto en algo político. La película enfrenta a sus personajes, a las consecuencias de elegir el olvido, de una lengua, por ejemplo, o de negarse a entender y mostrarse vulnerables, incluso cuando se es un analfabeto en el sentido de entender las razones que interpelan al otro. Desde luego son agentes foráneos quienes en cada momento traen ese conflicto al territorio, pero estos aparecen en contadas ocasiones, y siempre que lo hacen es para encarnar un poder que supera las capacidades de los protagonistas que deben elegir como afrontar estas situaciones de violencia y autoextrañamiento. Por ello lo político se muestra no en la adscripción unilateral a una idea o concepto, sino como la consecuencia de esa negatividad, de ese dolor, que podría ser evitable pero que trágicamente hegemoniza la realidad. Nuevamente Armando Ravelo elige mostrar, y no decir, invita a la espectadora a poner en marcha sus propios criterios para que comprenda esta mistura de epocalidades plagadas de anomia.
La piel del volcán tiene muchas, y muy buenas, cualidades, la mejor e imprescindible es que funciona como un film capaz de mostrarse en cartelera y supera con mucho en audacia y formato a otras producciones que con mayores presupuestos ni entretienen, ni muestran nada. Entre tanto pastiche hollywodiense, se nos presenta una obra de autor, que en absoluto trata de ser pretenciosa, y que se ha abierto un hueco a base de esfuerzo e identidad. En un segundo nivel compromete a la espectadora con su mensaje, lo fuerza a no ser indiferente a la injusticia, y le enseña que el primer paso para ello es contar la historia, pero la historia de todas no solo la común historia que ofrece el poder establecido.
Finalmente, con “La Piel del Volcán” el Proyecto Bentejuí alcanza a cerrar en un círculo virtuoso de ideas, escenas, y saberes para los que formatos breves fueron una propedéutica. En los cortometrajes y mediometrajes, que han ido mostrándose a lo largo de casi una década, encontramos ya todo lo que ha hecho grande a este film. Han sido las producciones como “Ansite”, “Mah”, “La cueva de las mujeres”, “Los ojos de la tierra”, “Los ojos de la Tierra”, y de una manera diferente en los films orientados hacia el público infantil con “La tribu de las siete islas” o “Sara y Darmo”, las píldoras (menores solo en sentido temporal), con las que nos avisaban de lo que estaba sancochándose a fuego lento. Se trata de una película hecha para isleñas sí, pero que logra tocar lo universal partiendo de lo particular, sin complejos, sin banalizaciones, simplemente reconstruyendo el hiato entre dos osarios, cuya historia conocemos solo a tiempo presente.