Este corto texto inspirado en una tradición, y en la posibilidad de una suerte de democracia improvisada al linde de la cultura oficial, pretende ser una incitación a repensar ese modelo de entendimiento de influencias culturales.
Hachitos en la noche tinerfeña (foto: Virginia Ramos, 2024)
Esta pata de palo es el ingrato recuerdo de nuestro primer motín cuando golpeábamos la cubierta gritando Strike
y blandiendo los sables. Sí, ¡qué pasa! nosotros inventamos la huelga a bordo, trajimos los tatuajes y aretes.
Odiábamos a todo el mundo, el mundo nos odiaba a nosotros.
Francisco Déniz Ramírez, “Piratas”
Los destellos del fuego de los hachitos comienzan a increpar en la penumbra, en sombras dentro de sombras que encubren la plenitud de la montaña y un semillero de antenas y torres de electricidad que pueblan la cumbre. La peregrinación ya baja en facciones, delatando el fuego la silueta del viejo camino. San Juanito nos encuentra antes de llegar a la iglesia y los caminantes presentan sus hachos de fuego en una reverencia. El camino es un remanso del mundo desenfrenado, marcado por el compartir: caminar, comer, hablar, beber (al escalón de una casa, por ejemplo, un vecino ofrece su vino y unos vasitos). El corto viaje se convierte en una expedición por el tiempo, de cuando los guanches bajaban de esa montaña con cachos de tea incendiados para llegar a bailar en un llano frente a la iglesia. Una data de propiedad de la tierra, de 1504, cuenta de pasada la historia: “e está un monte en que están unos dragos, otro pedazo, que está cabo del barranco donde está el pino, ques dende el dicho pino una plaza donde bailaban los guanches en su tiempo”1. La música y el baile se repiten con una romería en el mes de agosto. Un amigo que baja conmigo me dice que, según ha oído, en esa plaza también se hacían, siglos atrás, reuniones entre campesinos para deliberar asuntos. Algo así como asambleas.
La imagen de una iglesia solitaria en lo alto de un barrio, en las cumbres de Tenerife, adonde llegaban guanches a bailar y donde luego es posible que se juntara el pueblo a tomar las riendas de los asuntos locales (es decir, en un lugar marcado por lo oficial, pero al tiempo al borde de la soberanía estatal), me parece una imagen muy poderosa. Me hace pensar en lo difícil que es entender nuestra propia cultura cuando las sombras custodian otras cosas. Me atrevo a decir que, en Canarias, y en buena parte del mundo moderno, poseemos un marco para comprender las influencias culturales bastante deficiente. Existe una manía de cercenar la cultura y presentarla acotada como distintos conglomerados. Y esa representación de la cultura nos enfrasca en debates irrisorios sobre la autenticidad o no de una práctica; o permite decir que la cultura canaria es inventada por influencias externas. Mientras se otorga una importancia exagerada al origen, se asienta también el axioma cansino de que todo es mezcla intercultural armoniosa; o de que todo rasgo cultural viene “de afuera”.
Este corto texto inspirado en una tradición, y en la posibilidad de una suerte de democracia improvisada al linde de la cultura oficial, pretende ser una incitación a repensar ese modelo de entendimiento de influencias culturales. Tratando de aclarar si la democracia es un término inherentemente occidental, el antropólogo David Graeber se propuso hacer una historia antropológica singular del término y de las prácticas asociadas al mismo (como dos asuntos separados) que puede sernos bastante útil2.
Ofrecimiento de vecinos en la bajada (foto: Virginia Ramos)
El argumento es imposible de plasmar al completo, pero su línea de pensamiento va más o menos así: se suele decir que la democracia es un término y una práctica netamente occidental, que proviene de la Antigua Grecia, de una herencia que permaneció hasta la modernidad. Aunque podemos aceptar las líneas generales, esta idea es difícil de mantener cuando Europa atravesó tantos momentos autoritarios, hasta que luego combinó una estructura estatal -de monopolio de la violencia- con ideales democráticos. Para Graeber, que es un anarquista declarado, se trata de una contradicción. La democracia, en el sentido práctico de toma de decisiones en una sociedad igualitaria, no puede darse en un marco estatal que es desigual por la fuerza. Entonces parece haber, por un lado, un recorrido de la “democracia” como término, rescatado en un momento dado de la historia europea, y, por otro, el propio recorrido de las prácticas. El caso es que cuando esa extraña combinación se hizo en algunos estados europeos, entonces la democracia pasó a ser uno de los estandartes que miden la superioridad de Occidente (junto a una lista inmaculada que incluye los derechos humanos, el racionalismo, etc.). La democracia sería, bajo esta perspectiva, una particularidad occidental que debía ser transmitida y que es uno de los legados menos contestados de Europa, incluso por quienes critican otro lado oscuro del continente: colonialismo, esclavitud y genocidio.
En resumen, para la tradición occidental la democracia es universal, pero con un origen claro en su relato: unas prácticas milenarias griegas, reactualizadas en Europa y luego repartidas ilustradamente por el mundo (con guerras de por medio). Pero ¿y si proponemos una cambada contra-eurocéntrica a este esquema? La genealogía de la democracia moderna tiene ramas distintas. Más bien, los países occidentales han negado la democracia y los derechos humanos en sus proyectos imperiales, en colonias como Canarias. Y han sido las resistencias a procesos de conquista y colonización los que mejor han asumido estos valores verdaderamente universales. Si entendemos que la democracia es no más que una toma de decisiones colectiva, más fácil de aplicar que las relaciones desiguales de las formas de representación asumidas como democráticas en los estados modernos, entonces la inverosímil historia del legado griego corresponde no a las prácticas reales de los estados europeos imperiales (basados en el control de la violencia), sino en la historia de un concepto.
La democracia no fue inventada en Europa, ni en ningún lugar particular (al igual que hay que dudar de un sentido europeo de lo que conocemos por Antigua Grecia, más marcada por influencias afroasiáticas de todo tipo), sino que surge espontáneamente allí donde se dan ciertas condiciones. Lo curioso para este fragmento de antropología anarquista es que este aspecto “sencillo” de la democracia directa tuvo las más de la veces su origen en los límites del Estado y el comercio, allá donde diversas religiones y culturas tuvieron contacto, donde era necesario una forma de organización política justa para con esa diversidad. Graeber llama a estos lugares intermedios zonas de improvisación cultural. Podríamos anudar un ejemplo bastante significativo para el caso canario: el autor Antonio Benítez Rojo dijo que la cultura criolla cubana más intensa no se dio en las plantaciones de azúcar, sino en un espacio cimarrón (de fugas de muchas esclavas y esclavos, considerados por la “burocracia colonial como herejes, levantiscos, rescatadores, vagos, viciosos”3). La zona era conocida como el Paso de los Vientos, en la parte oriental de Cuba, donde la economía del cuero dominaba un escenario marcado por culturas dispares. Estos espacios se autogobernaban de una manera en que los factores culturales hegemónicos, como las jerarquías étnicas, se desplomaban junto a las lógicas de gobierno y la economía de los centros coloniales. Benítez Rojo imaginó, en un cuento suyo, la impresión de un misionero que llega al Paso de los Vientos:
Allí están: negros, blancos, mulatos, mestizos, zambos, todos los colores imaginables revueltos como las carnes y vegetales de una olla podrida, de un ajiaco, como dicen en estas islas. De momento no puedes establecer diferencias entre amos, criados y esclavos. Ves a blancos sirviendo a mulatos y a negros, cargando sus bancos y sillas y escabeles y reclinatorios y cojines y esteras de paja para arrodillarse, y todo tan natural, como si el color de la piel careciera allí de autoridad alguna; ves a zambos y a negros sirviendo a mestizos, y a mestizos sirviendo a negros y a blancos, y claro que en Puerto Plata ya habías visto esa mezcolanza de blancos y castas, pero allá, en un final, un blanco jamás hubiera sido criado de alguien que no fuera blanco4.
Escena con hachitos y tambor al hombro (foto: Virginia Ramos)
Las políticas étnicas (o raciales más bien) establecieron diferencias desde la religión, la sangre y el color de la piel con el propósito de mantener un orden social y económico, con la plantación como modelo de lo que se ha llamado el capitalismo racial. Pero en esta zona de improvisación cultural las jerarquías colapsan. Benítez Rojo dice que en el Paso de los Vientos nace lo criollo “propiamente dicho”5; es decir, no el sentido de pertenencia sanguínea aplicado a un lugar ajeno, sino la mezcla intercultural al margen del Estado que propicia las categorías rígidas.
En el siglo XVI la población indígena canaria fue subyugada y atada a una nueva forma administrativa de control del territorio, incorporada como neófita a una cosmología religiosa distinta, impuesta por la fuerza, y unida a una nueva economía colonial. A su vez, fue clasificada según los patrones de las políticas étnicas de la metrópoli: a la división de castas operada por el factor de la sangre. Estoy convencido de que en Canarias se pudieron desplegar tácticas subalternas con las que la gente indígena superviviente a la Conquista pudo ocultar su viejo parentesco (y ser por tanto aceptada en una categoría viable para escapar de la persecución), pero también hubo resistencias más extremas y directas, pues la naciente economía colonial era justamente un prototipo de la plantación. Al final de la Conquista, una parte de la población nativa huyó a las cumbres, donde pudo vivir al margen de la sociedad colonial y mantener sus formas de vida cultural. En las montañas, una naturaleza aislada y difícil custodiaba una sociabilidad que posiblemente sea más heterogénea de lo que hoy se cree. A estos grupos se los llamó alzados. Para el historiador Sergio Baucells, este fenómeno pasó de ser colectivo a estar desarticulado étnicamente, pasando a la marginación de individuos con distintos fondos sociales y culturales, que ocupaban esos espacios no como una forma de resistencia política consciente, sino como fugados del sistema productivo operante, por lo tanto cambiando su identidad de la dimensión cultural a la social o, en sus palabras, “no supone un conflicto exclusivo de connotación cultural o étnica, pues afecta indistintamente a individuos de distinto origen”6.
Hay que entender estas observaciones en el marco analítico de Baucells, donde ajusta sus indagaciones a la hipótesis de la asimilación guanche con el modelo sociocultural castellano, siendo el fenómeno de los alzados un hecho que no desentona con el proceso general de aculturación en las Islas, al ser reducido a un factor marginal, tanto por los poderes locales como por la insuficiencia de estas comunidades para rearmar un contenido étnico. Esta hipótesis histórica parece bastante plausible, incluso podemos estar de acuerdo en lo rápida que fue esa aculturación. Sin embargo, cuando Baucells pone el foco en la identidad guanche y su asimilación, desentiende la importancia del fenómeno alzado como formación multiétnica. El centramiento indígena de este fenómeno, para justamente destimitificarlo, nos aleja de poner en valor una historia descentrada (para Baucells, lo importante es cuestionar los alzados como recurso identitario canario). Con connotaciones similares a las aplicadas a los grupos étnicos del Paso de los Vientos, Antonio de Viana diría que “algunos naturales, que vivían en términos remotos y apartados, arrogantes, altivos y rebeldes negaban la obediencia a los de España”7.
Los alzados eran entonces un grupo multiétnico, formado por indígenas, moriscos y negros; incluso por emigrantes europeos que fracasaron económicamente y se convirtieron en vagabundos (compartían, en los términos de Graeber, una zona de improvisación cultural). Según comprobó el cosmógrafo francés André Thevet, a finales del siglo XVI había en Las Cañadas del Teide “canarios, que no conocían nada de la cristiandad”, pero junto a ellos había un “número infinito” de esclavos fugados, árabes y subsaharianos, compartiendo la marginalidad de los medios económicos, siendo las montañas “refugio de todos los desterrados de España, a los que se le envía allí en exilio como castigo”8.
Hachitos en la noche tinerfeña (foto: Virginia Ramos, 2024)
Si bien los alzados han sido un recurso para la reconstrucción identitaria de la canariedad, el racismo estructural nos ha imposibilitado una reconstrucción con acento en la dimensión multiétnica en este caso. Baucells, criticando ese mito ideal de los alzados como factor identitario, demuestra colateralmente que ese mito es un ideal racial en nuestros imaginarios contemporáneos. La desetnización que intenta demostrar muestra, más que una fórmula étnica estable y documentada, una articulación compleja de comunidades aisladas donde muchas herencias culturales, a modo de microcosmos, tenían que sobrevivir. En este punto, todo lo que podamos decir es meramente especulativo, pero cabe imaginar cómo fueron los préstamos culturales de todo aquello que era provechoso para conocer y utilizar de los recursos naturales en la montaña. Por supuesto, no pudieron crear una conciencia étnica y política propia, ni escribir un manifiesto, ni plantear un programa de gobierno alternativo; sin embargo, su espontaneidad para sobrevivir fuera del sistema político-económico ya es de por sí política.
¿Esto quiere decir que ya teníamos un modelo democrático directo en el ejemplo de las y los alzados? Eso es mucho decir, y sólo recién se ha comenzado a considerar este aspecto multiétnico, pero lo que es provechoso de estas historias al margen es que permiten una antropología anarquista inaudita, donde se puede cuestionar que las sociedades sin estado no merezcan el título y el interés de ser estudiadas como tal. También abre a la antropología un nuevo campo para comprender la cultura. En Canarias se puede entender la vida cultural como un montón de expresiones lanzadas a una thermomix de influencias, pero lo que es difícil de analizar con un marco transcultural son justamente las de signo europeo-moderno, que se colocan en otro grado de pureza cultural (en eso llamado tradición occidental). Mientras en antropología podemos decir lo que queramos sobre influencias en el llamado folklore, por otro lado no se nos permite jugar en el patio donde están la ciencia, los derechos humanos o la misma democracia. Los ejemplos de Graeber para ilustrar las influencias no occidentales de la democracia europea son también especulativos, pero altamente sugerentes para abrir esta fortaleza. En primer lugar, las comunidades piratas parecen ser el más claro antecedente de prácticas democráticas: los barcos también eran zonas de improvisación cultural, normalmente por parte de un proletariado atlántico que se amotinaba y “declaraba la guerra al mundo”, contando con una tripulación abigarrada, y que tomaron por tanto sus decisiones de manera igualitaria las más de las veces9 (strike, la palabra inglesa para decir huelga, es un invento pirata). Luego también contamos con la teoría de la influencia que habla de una posible base iroquesa (de indígenas de Norteamérica) en la estructura federal de Estados Unidos; y no menos importante para la geografía canaria: el contrato social que nos une al aura del Estado (en el que tanto insistió Hobbes) pudo evolucionar del concepto de fetiche, usado por comerciantes portugueses para referirse a objetos que la gente de la costa oesteafricana (aproximadamente en el siglo XVI) usaba para confeccionar un poder sustentador del orden social. Debemos añadir que Occidente, como proyecto civilizatorio que toma a España como centinela, también ocultó con éxito sus influencias de las culturas gitana, islámica y judía10.
De modo que la crisis de la democracia que se viene vaticinando hace tiempo es la del modelo de estado-nación occidental basado en ciertos valores democráticos, reducidos a la votación… Lo que padecemos no es una crisis de democracia, sino una crisis de Estado. Graeber en este punto era especialmente gracioso, al destacar este chiste: “¿Cuántos votantes hacen falta para cambiar una bombilla? Ninguno, los votantes no cambian nada”11. José Miguel Martín lo puso así en un maravilloso poema (también gracioso): “Coger tu mano diestra, firme / determinada a obedecer, / tu mano izquierda proscrita. / Llevarla lenta pero segura, / al borde de la urna escogida / y dejar, gravedad mediante, caer / la opción menos mala”12. El Estado democrático es entonces una contradicción, y hasta cierto punto un sinsentido. No obstante, uno se ve obligado a pensar con prudencia aquí, a frenar impulsos contraestatales sabiendo que es necesaria la cobertura pública, o que ciertas acciones gubernamentales alivian de manera clara las desigualdades. Pero ¿en qué momento estamos para sugerir estos fragmentos de antropología anarquista canaria? ¿De qué puede servir este repensar de la democracia más allá de lo estatal y sin olvidar la importancia de las influencias culturales y la convivialidad? Pienso que, quizás hoy, más que nunca, en un momento en el que puede apropiarse la inspiración en los alzados para reclamos racistas antiinmigratorios (que, si tenemos en cuenta la historia que acabo de contar, carecen absolutamente de sentido), merece la pena hacer este camino de bajada a la plaza donde siempre se bailó y donde seguro hubo democracia en el sentido más pleno. Como mínimo eso, lo menos impensado, no nos vino de fuera: la capacidad de entendernos en un plano de igualdad entre diferentes culturas. Una antropología canaria anarquista sirve pues para una teoría alternativa de las influencias culturales que, al criticar la negación transcultural de los conceptos e ideales modernos, ayuda, por ejemplo, a que la práctica y el concepto de democracia encajen; como una pieza perdida de un puzle al fin encontrada.
- Betancor Quintana, Gabriel (2000): Los canarios en la formación de la moderna sociedad tinerfeña. Integración y aculturación de los indígenas de Gran Canaria (1496-1525). Tesina, p. 261.
- Graeber, David (2008) “Nunca ha existido Occidente o la democracia emerge de los espacios intermedios”. En: Beltrán Roca Martínez (coord.), Anarquismo y Antropología. La Mala-Testa, pp. 119-176.
- Benítez Rojo, Antonio (1998): La isla que se repite. Casiopea, p. 71.
- Benítez Rojo, Antonio (1999): “Paso de los Vientos”. Espejo de paciencia, n.º 77.
- Benítez Rojo, Antonio (1998) La isla que se repite. Casiopea, p. 71. Cursiva añadida.
- Baucells, Sergio (2022): “Alzados y marginados”. En: Cirilo Leal (ed.), Las fortalezas secretas de los silenciados. La resistencia de los aborígenes canarios. Herques, p. 93.
- Citado en: idem., p. 82.
- Ibid., pp. 89-90.
- Rediker, Marcus (2023): Villanos de todas las naciones. Los piratas del Atlántico en su edad de oro. Traficantes de sueños.
- Véase: Araya (1983), El pensamiento de Américo Castro. Estructura intercastiza de la historia de España, Alianza Universidad, p. 100. Cabe destacar que algunos tratados musulmanes (como el del jurista Zayn al-Din al Malibari en 1574) contra países europeo-cristianos como Portugal se justificaban en la capacidad destructiva de la convivencia intercultural perpetrada por estos prominentes estados imperiales; esto es, las sociedades islámicas defendían valores “occidentales” de pluralidad antes de que Occidente se vanagloriara de ello. En: Graeber, 2008, p. 145.
- Graeber, David (2006): Fragments of an Anarchist Anthropology. Prickly Paradigm Press.
- Martín Muñoz, José (2024): Rebereques para un sueño que se olvidó de dormir. Zambra, Libreando, Mestura, Baladre, pp. 114-115.