Sáb. Dic 13th, 2025

Por José Miguel Martín Muñoz

No sé si a ti te pasa lo mismo, pero yo soy de los que deja envejecer esas películas que todo el mundo me dice que debo ver. Es como si a medida que me la recomiendan más, más siento la necesidad de guardarlas para cuando el tiempo sea suficiente y las ganas estén a la altura. De tanto esperar mi cerebro se confunde y cree haberlas visto ya. Pienso en ellas y de escuchar su nombre tan repetidamente, manejo la sensación de conocerlas tan de cerca que mengua el interés por desentrañarlas.

En estas noches de tormentas, viento y soledad, me crucé con dos de ellas a la espera de ser vistas. Me detuve sobre su cartel en ambas ocasiones y en las dos pasé al siguiente, movido por la apatía de saberlas sin haberlas visto aún. Pero en las dos retrocedí para acabar con el hartazgo de tenerlas en barbecho para siempre. Con las dos lloré. No soy de los que llora fácilmente a mi pesar. Me rompo por dentro eso sí, prácticamente cada día, pero lloro difícil, como aguardando el agua para los tiempos reales de sequías irremediables.

La primera, El maestro que prometió el mar de Patricia Font. Sí, me pasa, no sé si a ti, que de tanto verlas saturé mi capacidad de consumir películas españolas sobre la guerra civil. Sobre todo, esas en las que siempre hay un rojo malo y un falangista bondadoso para que el director pueda curarse del delito de no instruir en los matices ridículos, y desde el pequeño botón de muestra que son las apenas dos horas de una historia proyectada, en la verdad indiscutible de la existencia de culpables directos del horror y la pérdida de libertades, así como represaliadas, asesinadas y condenadas por defenderlas. El maestro que prometió el mar no es una de ellas. Con una delicadeza artesana nos diluye en la historia real de Antoni Benaiges, maestro de Tarragona, destinado a la escuelita rural de un pueblito de Burgos llamado Bañuelos de Bureba, y en el método de enseñanza que practicó y cambió la vida del lugar un año antes del golpe fascista de 1936, así como las consecuencias del levantamiento franquista de la España de la cruz y la falange. Una obra imprescindible para recomendar en los tiempos que corren y que recuerda a la genial La lengua de las mariposas de José Luis Cuerda.

La segunda, El 47 de Marcel Barrena. Seguro que ya la viste. Se trata de la historia real de las vecinas y vecinos del barrio autoconstruido de Torre Baró en la periferia de la ciudad de Barcelona, en Catalunya, y de la pelea de uno de sus fundadores, el conductor de guaguas Manolo Vital por la dignidad de sus gentes, sus casas y el derecho al trasporte público del llamado extrarradio de la ciudad en la última etapa del franquismo y los primeros años de la supuesta democracia, aún custodiada por grises y fascistas de corbata, como los de hoy, pero en el Technicolor de la época. Aunque no voy a contarte la película porque, como te dije, seguro ya la viste. Sí te voy a hablar de la idea que no dejó de habitar mi cabeza durante cada plano medido y bien construido por Barrena: ¿Queda algún tejido comunitario real en los barrios y pueblos de hoy en día de aquellos que pelearon grupalmente por su derecho a una vida digna? ¿Tiene sentido seguir apostando por nuestros espacios periféricos como lugares de resistencias y creación de transformación social? La respuesta rápida y contundente es No, a ambas preguntas. Poco tiene que ver el contexto social y vecinal con aquel de la movilización que recorrió calle a calle de las de abajo todo el actual estado español, incluyendo a las canarias en la colonia que habitamos. No, también es la respuesta más cómoda. Los culpables de consenso generalizado son: una juventud echada a perder y sin expectativas y la aparición absorbente de las redes sociales que nos sumen aún más en el individualismo recalcitrante.

Sin embargo, con la misma rapidez con la que sentenciamos esta argumentación, añadimos la preocupante expansión de los grupos fascistas en nuestros espacios de convivencia desde su calado en la red comunitaria del barrio, así como el auge de las nuevas opciones de fe en las que las más precarias de nuestras vecinas encuentran el consuelo a un malestar que nadie más recoge, atiende, ni intenta dar respuesta. Entonces ¿No hay posibilidades reales de cambio desde nuestras lógicas comunitarias de luchas y resistencias autogestionadas para poder sostener y tener el poder de nuestras propias vidas? ¿O se trata de que hemos regalado ese campo de actuación a otros espacios generadores de odio o falsas esperanzas de resignación por nuestra propia comodidad, generando y alimentando espejismos virtuales revolucionarios en las mismas redes que criticamos?

No sé si a ti te pasa lo mismo, pero yo a poquito que pienso reconozco pequeñas y medianas experiencias dilatadas en el tiempo que sustentan las esperanzas y el día a día de nuestras vidas en estos rincones aún olvidados para nosotras y cada vez más recordados para la especulación y la invasión turística y de nómadas digitales llegados de todos los rincones del planeta para expulsarnos de nuestras casas y de la cercanía de nuestras madres y abuelas.

En las últimas semanas, caminando y compartiendo las calles de nuestros lugares comunes con las que ayer las construyeron y defendieron, escuchando su miedo a perder la realidad colectiva que los sostiene, caí en la cuenta de que solo se teme perder lo que aún se tiene. Y si existe porque se tiene y se teme perder, aún se puede salvar, retejer, resignificar y desaprender para volver a comprender junto a las otras personas de abajo que jugándose la vida vinieron de otras hambres y hoy conviven con nosotras.

Quizá solo se trate de abandonar la respuesta rápida y contundente de ese No tan oportuno para quienes temen nuestros sueños. Tal vez solo haga falta abandonar la comodidad derrotada y el espejismo virtual. Para cambiar la frialdad impoluta de la red, por el calor lleno de barro de la imprescindible relación humana que nos parió.

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