Pasados dos meses desde la difusión del brote de coronavirus en la provincia china de Hubei, podemos considerar que la epidemia está siendo manejada como arma de guerra contra China, por un lado, y contra los pueblos del mundo, sometidos a un impresionante bombardeo mediático con sectores de la población confinados en una suerte de estado de excepción, por el simple hecho de padecer una gripe fuerte.
Con esto no pretendo eludir la gravedad del virus, sino evaluar las medidas que están tomando los gobiernos, incluido el de China. Lo que me parece absurdo es que, durante más de un mes, todos los titulares de los mayores medios del mundo están focalizados en el coronavirus, del cual sabemos cómo se expande pero ignoramos las consecuencias que puede tener, que se sobredimensionan.
En primer lugar, millones de personas están siendo sometidas a un estado de excepción aunque estén sanas. En la ciudad de Wuhan, capital de Hubei y epicentro de la epidemia, «la ciudad está desierta, solo los profesionales de la seguridad y la salud circulan por las calles», según informan extranjeros que viven allí (https://bit.ly/2P2rlls).
Durante semanas millones de personas están encerradas, aunque estén sanas y por su edad y formas de vida tengan muy pocas posibilidades de contagiarse. Confinar a tantas personas sanas a cuarentena viola sus derechos, en nombre de las razones de Estado.
La tasa de letalidad del virus es de apenas el 2,4% de los infectados, muy por debajo del 10% que tuvo el síndrome respiratorio Sars en 2003 y del 35% del Mers (síndrome respiratorio de Oriente Medio) en 2012.
La segunda cuestión es que con la aparición del coronavirus, se repite una vieja historia colonial e imperialista del siglo XIX, cuando Inglaterra ayudada por Francia, desató las guerras del opio (1839 a 1842 y 1856 a 1860) para forzar a China a aceptar el contrabando británico de opio, que llevó a la apertura de sus puertos y la anexión de Hong Kong. Ahora aquel pasado retorna en ancas del racismo.
Las declaraciones del secretario de Comercio Wilbur Ross, quien dijo que el virus podría ayudar a «llevar de vuelta puestos de trabajo» a los EEUU, muestran la catadura moral de los inquilinos de la Casa Blanca. Washington fue el primero en evacuar al personal de su consulado en Wuhan, mostrando el camino a sus aliados y ofreciendo un patrón de respuesta para otros países.
Me parece evidente que la epidemia pone al descubierto insuficiencias en los controles sanitarios de China, quizá agravados por la veloz urbanización, que al parecer está afectando la seguridad alimentaria de una nación con 1.300 millones de habitantes. La segunda potencia económica del planeta enseña fragilidades que creíamos había superado.
Nadie pone en duda la capacidad de China de recuperarse de los inevitables daños que apareja la epidemia. Lo nuevo es el esfuerzo de los gobiernos enemigos de Beijing para que la epidemia se convierta en crisis del régimen. Algo que no han conseguido ni con la crisis en Hong Kong, ni con la guerra comercial en curso, puede suceder ahora ya que la epidemia sería «el mayor desafío para el presidente Xi Jinping desde que asumió el poder en 2012», según el Observatorio de la Política China (https://bit.ly/2SCE4gP).
Asistimos, sin duda, a un creciente desacople entre Estados Unidos y China, que puede traducirse en una deterioro de los lazos entre Asia y Occidente.
La tercera cuestión es el diferente tratamiento de las epidemias. En Brasil, el sarampión había sido eliminado, siendo uno de los virus más contagiosos, pero retornó en 2018 y creció en 2019 con 16.000 casos, sobre todo en el desarrollado Estado de Sao Paulo.
En ese país el dengue mató a 786 personas, una cifra superior a los muertos en China, en relación a la población de ambos países, siete veces superior al país el asiático. Más grave aún, porque los casos de dengue se multiplicaron por siete y las muertes se cuadruplicaron de un año a otro. Con tres millones de infectados en la región, la epidemia de dengue es la mayor en la historia para la Organización Panamericana de la Salud (https://bit.ly/2V0SIQP).
Aunque el nivel de letalidad de estas afecciones es menor que el coronavirus, llama la atención el diferente tratamiento mediático y estatal que tienen las epidemias, según el país del que se trate.
La cuarta cuestión tal vez sea la fundamental. ¿En qué mundo estamos? Fuera de dudas, en un mundo en guerra. Por ahora comercial y tecnológica, sin olvidar que estamos a un paso de una guerra real entre naciones poderosas que cuentan con arsenales nucleares.
Las decisiones que están tomando las grandes potencias y los países poderosos deben inducirnos a pensar que la epidemia está siendo utilizada como un laboratorio de ingeniería social, poniendo a prueba la resiliencia de poblaciones sometidas a una feroz campaña de miedo.
Todo indica que estamos ante varias transiciones simultáneas. La decadencia de Estados Unidos y de Occidente frente al ascenso de China y de Asia, habrá de modificar la geopolítica global como no sucedía desde hace siglos. A lo que hay que sumar el creciente empoderamiento de los pueblos, las mujeres, los trabajadores y las naciones sin Estado. Ambos factores, crisis sistémica en un período de crecimiento de los sectores populares, son temidos por las élites del mundo, no solo en Occidente.
Por último, esta situación crítica puede convertirse en caos devastador, si se suman el cambio climático y situaciones sanitarias fuera de control, que pueden llevarnos a un período de hondo caos con consecuencias imprevisibles.
Es posible que en unos años, podamos visualizar lo que está sucediendo estos meses como una suerte de «ensayo general» de los de arriba para controlar un mundo que se les escapa de las manos. En otros períodos las clases dominantes desataron guerras de exterminio, locales o mundiales. Ahora parecen estar creando otros modos de control y sometimiento de los pueblos.