Caminamos lento por la pista polvorienta, pues el aire revoltoso nos martiriza con miles de granos de arena rubia. Vienen con la fuerza de un fusil de asalto pero mi turbante, vanguardia de la resistencia contra este siroco indomable, aguanta los impactos como si fuera el más ardoroso de los guerreros. “Este trozo de planeta es el zaguán del infierno”, pienso, desesperado, mirando hacia abajo, acompañando el caminar tímido de mi amigo Lahcen. Sobre la arena sobresale una lata a medio oxidar. “Aceite de semillas de girasol. Ayuda humanitaria del gobierno de Italia. Conservar en lugar fresco”, dice, impreso en uno de sus lados. Estoy en la hamada, en los Campamentos de Refugiados Saharauis. Cuarenta y cinco grados a la sombra.
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