Jue. Jun 5th, 2025

por Pablo Estévez Hernández

[Con esta sección que he llamado Vaper Room, quiero aprovechar el espacio que da El
Majado para presentar una serie de entradas que tienen en común el panorama actual
canario, la cultura popular, la antropología del turismo y los pasitos de baile que damos
ante este momento implosivo del capitalismo tardío]

La bruma fue la primera en aparecer en la fiesta. Era como si esa niebla densa pudiera
proteger la tradición. Pero no duraría mucho, al primer rayo potente del día las nubes se
revolvieron, escabulléndose por la cumbre, dejando ver las dimensiones del camino que
da a la plaza de la ermita. Y luego se podía ver mucho más: la magnificencia de los
castaños y la gente vecina de estas medianías, que se iba sentando en asientos de
helechos en los contornos de la ladera. El santo y la virgen presidían desde el lomito, a
punto de bendecir a todos los animales aquella mañana.
En la plaza había un torneo de envite tan tenso que una pelea a puños parecía
aguantadita arriba de un hilo, quizás hasta que alguien gritara un envite revirado.
Algunos iban llegando en caballo y lo ataban directamente al kiosco, donde los
compañeros de la sortija celebran no haberse roto nada, aunque buena parte de los
jinetes estaban magullados. Ver todos los calderos al fuego al caer el sol me puso el
corazón contento: había una comunidad unida. Las mujeres son las que sostienen la
fiesta; no solo están atentas al fuego, sino que también decoran la ermita y están en la
plaza con sus telares maravillosos. En mitad de la noche una familia me invitó a un
patio que daba a un salón chiquito, con una cocinilla. Me pusieron un vaso de vino sin
preguntar y enseguida se dieron a conversar. La cocina es tan chica que en el invierno es

el mejor refugio. “Tan solo hacer el café con el fuego chico ya calienta el sitio por las
mañanas”.
Antes de volver a la fiesta, antes de sentarme con docenas de vecinos y vecinas a pelar
papas, me quedé congelado en una vereda ante una escena tan extraña como bella. Un
perro dormía en una esquina de un banco y en el otro extremo una pareja de enamorados
se daba un beso antes de levantarse y perderse en una nueva cortina de niebla nocturna.
Su amor parecía en algún sentido prófugo. Pero no fue la primera vez que me quedé
paralizado ese día: antes, en algún momento de la mañana en el que aún dominaba la
neblina, me quedé parado y con la respiración cortada, y todo fue por una presencia,
esta vez funesta; por algo extraño que alteró el sentido de toda aquella fiesta popular. Al
modo en que lo entiendo, la fiesta sostiene todo lo común, es la encarnación de un
principio por el cual la convivialidad aguanta tejiendo vivencias. Por mucho que
pareciera que el envite fuera a fulminar el contrato social, ahí estaba presente también
una forma de convivir que no pone precio a un plato de comida, ni a la música de
verbena y el baile de la plaza. En medio de todo eso apareció lo espeluznante.

¿Qué pintaba ahí, en la fiesta del barrio, entre ventorrillos y kioscos, un puesto de una
inmobiliaria? ¿Por qué está eso en lugar de nada? La extrañeza se percibe desde que los
lacayos aterrizan en la zona. No vienen caminando, ni en una Toyota, ni a caballo.
Vienen dejando migas de humo de embrague quemado para poder volver y se plantan a
esperar a que, en el ajetreo de la fiesta, puedan colar un par de panfletos donde se
exhorta a vender la casa familiar. Su presencia es cuasi alienígena, como el monolito
misterioso de 2001: Una odisea en la espacio. Sin embargo, esta es el tipo de situación
alienante (valga la redundancia) en la que se encuentran las Islas. El turismo no está
contenido ya en los enclaves, y estas casas, lejos de las grandes aglomeraciones urbanas,
parecen atraer un nuevo perfil de comprador europeo. (El año pasado, una de cada

cuatro casas compradas, un 28%, fue adquirida por extranjeros europeos en Canarias).
Lo perverso está en que ni la fiesta ―el resguardo más seguro de la comunidad local―
parece retraer a una empresa a primar las transacciones económicas: están ahí a lo que
están, aunque parezcan espías infiltrados; están para comprar casas a los moradores
históricos de la zona, que quizá en un momento de apuro económico tengan que vender
sus lugares únicos.
Esta irrupción en la profundidad mágica y variable del lugar es un tipo de muerte lenta:
quitando una vivienda aquí y allá, quitando un custodio de cotidianidad atada durante
siglos al lugar, muchos de estos barrios (aquí no he puesto nombre porque ésta es una
situación que se repite por medianías y otros barrios canarios, puede ser cualquier fiesta
en cualquier pueblo) sucumben a una vida atomizada de viviendas sin implicación en la
vida social, incluso devotas a la fugaz presencia de turistas si son reconvertidas en
Vivienda Vacacional, cambiando la intimidad de los balcones por la transparencia
pornográfica de cristales con grosor, para no esforzarse para ver el paisaje. “Yo pienso
de esta manera”, dice uno de los vecinos más longevos de esta zona, “las casas que
sobran aquí, deberían repartirse al que no tiene”. Ahora mismo el capital dice otra cosa.
Las fiestas de este tipo quizá sean una de las últimas manifestaciones de un modo de
vida; un eco de unos ciclos vinculados con el campo. “Antes si había un vecino pobre,
se le ayudaba”. Las vidas de estos barrios ya habían sido trastocadas con la
implantación de una sociedad de consumo basada en el turismo en Canarias. Las
estrategias de supervivencia de la gente de sitios así cambiaron por la limitación a la
cumbre y la atracción por la construcción y los negocios en el sector servicio en la
costa. Y siquiera así tuvieron sus tácticas subalternas de adaptación a las nuevas
circunstancias, que no dejaron de lado unas creencias y prácticas tan ancestrales como
las primeras presencias de vida humana en estas montañas. Los cultivos, los patios con
juguetes revueltos, el pastoreo, los salones para las papas, los cuartos de apero, las
ventas, las gallofas, la solidaridad ante los (cada vez más) graves incendios… y las
fiestas. Todo sigue aquí, aguantando y resistiendo ante una situación indecente de
despojo que da rabia (por no tener vivienda digna, por no tener trabajo, por los cortes de
agua, por perder estos barrios, por perder la costa y ahora la montaña). Una rabia ante
una ‘paz social’ putrefacta de clichés sobre la ‘amabilidad’ canaria. Una paz que puede
hacerse añicos como en una partida demasiado tensa de envite.

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