Jue. Nov 21st, 2024

Todo apunta hacia el empate en la primera vuelta entre el presidente Juan Manuel Santos y el ultraderechista Óscar Iván Zuluaga, quien representa al ex presidente Álvaro Uribe. Un escenario de retorno al pasado, y a la guerra, por el que una parte de la sociedad colombiana se siente seducida.

La impresionante remontada del candidato afín al expresidente Álvaro Uribe, Óscar Iván Zuluaga, le permite colocarse a la par del presidente Juan Manuel Santos que busca la reelección en ancas del proceso de paz que negocia con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

En las elecciones presidenciales del domingo 25 de mayo está en juego la continuidad de las negociaciones en La Habana, el proceso de paz que más ha avanzado en la historia de Colombia. Pero también está en juego la carrera de política de Uribe, quien acusa a su ex ministro de Defensa, Santos, de hacer demasiadas concesiones a la guerrilla. Lo cierto es que el presidente y el candidato uribista reclutan en torno al 30 por ciento de las adhesiones, según todas las encuestas, mientras los otros tres candidatos (la conservadora Marta Lucía Ramírez, Enrique Peñalosa de la Alianza Verde y la progresista Clara López) rondan el diez por ciento cada uno.

Es posible que el equilibrio se rompa a último momento, ya que Zuluaga –que se presenta por el Centro Democrático- fue filmado junto a un hacker al que la Fiscalía había acusado de realizar interceptaciones ilegales a los miembros de la mesa de negociaciones de La Habana. Pese a la evidencia, que confirma que el candidato de Uribe boicotea las negociaciones, la mayoría del electorado se mostró reacia a modificar su voto, aunque la imagen de Zuluaga sale dañada del escándalo.

Las negociaciones

Una semana antes de las elecciones, el viernes 16, el gobierno y las FARC cerraron su tercer acuerdo en La Habana, esta vez sobre la política antidroga. Se trata del tercer acuerdo al que arribaron los negociadores en dos años de intensas gestiones que por momentos parecieron al borde del fracaso. Anteriormente habían acordado la política agraria y la participación política de la guerrilla una vez finalizado el conflicto.

Aunque varios candidatos calificaron el acuerdo como oportunista por concretarse días antes de las elecciones, la periodista Juanita León estima que si lo firmado se cumple, “podría darle un vuelco total a la política antidrogas que tanto daño le ha hecho a Colombia” (La Silla Vacía, 18 de mayo de 2014). El acuerdo toma distancia de la política militarista en el combate a las drogas articulada por el Plan Colombia, y se inclina hacia “la erradicación a partir de un proceso de planeación participativa con las comunidades involucradas, lo que permitiría una mayor integración social de los cocaleros”.

Según el acuerdo se seguirán tres pasos para poner fin a los cultivos: la erradicación voluntaria, luego la erradicación manual forzosa y, como última instancia, la fumigación aérea que es el punto más rechazado por la guerrilla, que al día siguiente de difundido el acuerdo libró un comunicado en el que propone posponer el tema hasta una eventual asamblea constituyente.

En adelante el combate a las drogas estará enfocado desde la óptica de la salud pública, lo que implica un cambio radical ya que echa por tierra la filosofía que llevó a la militarización del país. Las FARC se comprometen a dar información para desmantelar las minas antipersonas que han sembrado alrededor de los campos de cultivos de coca. Por primera vez, la guerrilla reconoce que se financiaba a través del tráfico.

El comunicado conjunto de las partes destaca “el compromiso de las FARC-EP de contribuir de manera efectiva, con la mayor determinación y de diferentes formas y mediante acciones prácticas con la solución definitiva al problema de las drogas ilícitas, y en un escenario de fin del conflicto, de poner fin a cualquier relación, que en función de la rebelión, se hubiese presentado con este fenómeno”. No es un tema menor, sobre todo porque a continuación señala que “la construcción de una paz estable y duradera supone la disposición por parte de todos de contribuir con el esclarecimiento de la relación entre el conflicto y el cultivo, la producción y la comercialización de drogas ilícitas y el lavado de activos derivados de este fenómeno, para que jamás el narcotráfico vuelva a amenazar el destino del país”.

Según la directora de La Silla Vacía, las principales zonas cocaleras están en zonas de influencia de las FARC que controlarían un 60 por ciento de estos cultivos. Si la guerrilla sale definitivamente del negocio de la droga, será más fácil combatir a las bandas de narcotraficantes y paramilitares que controlan otros eslabones del negocio y que tratarán de ocupar los espacios que dejen las FARC, quienes podrían “arrojar información valiosa sobre rutas, sobre lavadores de activos (algunos de ellos elegantemente camuflados en la alta sociedad), sobre las alianzas con la Fuerza Pública, los empresarios y los políticos que son cómplices de los ilegales”.

El acuerdo sobre drogas va en la misma dirección que los anteriores, ya que apuesta a la creación de asambleas comunitarias que serán la base para la construcción de los planes municipales integrales de sustitución y desarrollo alternativo para las zonas afectadas por cultivos de coca. En el mejor de los casos, en La Habana se estaría gestando una nueva institucionalidad que representa “una oportunidad más para que los guerrilleros desmovilizados puedan fortalecerse como alternativa política en las zonas de influencia”, destaca León.

La fuerza de Uribe

A principios de año el presidente Santos triplicaba la intención de voto del candidato del Centro Democrático. El punto de quiebre fueron las elecciones legislativas de marzo, donde las listas del Centro Democrático, encabezadas por el propio Uribe, consiguieron 20 escaños en el Senado y fueron las más votadas en una docena de departamentos, incluyendo Bogotá.

A partir de ahí se registró un fuerte ascenso de Zuluaga, un estancamiento de Santos y un vuelco en la campaña. Zuluaga no tiene, ni de lejos, el prestigio, la trayectoria y la visibilidad de los otros candidatos, incluyendo no sólo al actual presidente sino también a Peñalosa, López y Ramírez. Peñalosa fue alcalde de Bogotá; Ramírez fue la primera mujer ministra de Defensa y antes fue ministra de Comercio y senadora; López fue alcaldesa de Bogotá y presidenta del Polo Democrático. Zuluaga fue apenas ministro de Hacienda de Uribe durante tres años y alcalde de su pueblo natal, Pensilvania (Caldas), de poco 25 mil habitantes. En febrero, dos tercios de los colombianos no lo conocían, pese a que Uribe lo cargaba en hombros.

El cambio de estrategia se debe a Duda Mendonça, quien orienta la compaña de Zuluaga. El marketinero brasileño fue el artífice de la campaña electoral de 2002 que llevó a Luiz Inácio Lula da Silva a la presidencia, en ancas del lema “Lulinha paz e amor”. Decidió separar a Uribe del candidato presidencial y focalizarse en la primera letra de su apellido: la Z. La campaña comenzó a destacar las virtudes familiares y profesionales de Zuluaga. El éxito de la estrategia es evidente, al punto que varias encuestas muestran que puede vencer en la segunda vuelta a celebrarse el 15 de junio.

En paralelo, Santos no puede despegarse de su gestión presidencial. Desde el punto de vista social y económico el gobierno tiene poco que mostrar. Bajo el gobierno Santos emergió un vasto movimiento social que por primera vez en décadas forzó al Estado a reconocer sus demandas. En las áreas rurales se movilizaron, en agosto de 2013, miles de campesinos que confluyeron con las demandas de camioneros, cafeteros, pequeños y medianos mineros y un amplio conjunto de productores de alimentos que atraviesan una profunda crisis a raíz del TLC con Estados Unidos.

El paro agrario nacional duró cuatro semanas y se saldó con doce muertos y casi 500 heridos y forzó a Santos a firmar un “Pacto Nacional por el Agro y el Desarrollo Rural” y a reestructurar su gabinete, lo que revela la profundidad del impacto que tuvieron las movilizaciones sociales.

A fines de abril, en plena campaña electoral, estalló un nuevo paro agrario que amenazaba obstaculizar la reelección. Pero esta vez la mesa de La Habana mostró la capacidad de disciplinar al movimiento social. “Santos logró bajar de la movilización a Marcha Patriótica, al Congreso de los Pueblos y a sus aliados, que eran los sectores que podían lograr que el paro se le saliera de las manos a sólo dos semanas de las elecciones” (La Silla Vacía, 12 de mayo de 2014)

Contrastando con el duro enfrentamiento registrado en 2013, las organizaciones indígenas, campesinas y afrocolombianas mostraron su respaldo a las negociaciones de paz que, en los hechos, significa un apoyo a Santos. “Esta movilización es para respaldar el pliego y la mesa. No estaremos bloqueando carreteras, para darle un mensaje positivo al gobierno de que seguimos dialogando y negociando”, señaló una vocera del Congreso de los Pueblos, considerado más a la izquierda que la Marcha Patriótica vinculada al Partido Comunista (Nasaacin.org, 12 de mayo de 2014)

Síntoma de los tiempos electorales, el ex alcalde progresista de Bogotá, Gustavo Petro, destituido por el conservador Procurador General de la Nación, decidió apoyar la reelección de Santos en los últimos días de la campaña (El Tiempo, 14 de mayo de 2014). Petro fue restituido en el cargo a instancias de Santos, en cumplimiento de una resolución de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El apoyo del popular alcalde de Bogotá a la reelección puede torcer el virtual empate entre los dos principales candidatos.

El negocio de la guerra

“Me impresiona”, respondió el sociólogo francés Daniel Pécaut cuando la entrevistadora María Jimena Duzán le preguntó sobre la polarización entre Santos y Uribe (Semana, 16 de mayo de 2014). Pécaut es un profundo conocedor de la realidad colombiana, la que estudia desde décadas atrás y sobre la que ha dejado textos imprescindibles como “Orden y Violencia: Colombia 1930-1953”. (1)

Recuerda que hay mucho escepticismo sobre el proceso de paz. “Muchos sectores, no solo las elites dirigentes, están descubriendo que a ellos les ha ido mejor con el conflicto armado que lo que les podría ir en caso de que se firmara un acuerdo pacífico”. En primer lugar porque el conflicto no afecta a las ciudades sino a las periferias del país. En segundo, porque perciben que el conflicto armado ha sido “un factor de cierta estabilidad social y política”, que ha sido capitalizada por Uribe.

Esta percepción es bien realista. En las seis décadas que dura el conflicto, “no ha habido mayores sobresaltos ni surgimiento de movimientos sociales fuertes que expresen sus reivindicaciones”. Por cierto, la guerra dejó muy pocos espacios a los movimientos y cuando aparecen como sucedió con los paros agrarios, favorecen indirectamente al discurso uribista del orden.

Lo cierto, afirma Pécaut, es que el conflicto contribuyó a mantener el estatus quo, a pesar de que en 30 años se registró un fuerte crecimiento económico pero se mantuvo el mismo nivel de desigualdad que en 1930. La cultura política dominante en Colombia es reacia a aceptar conflictos sociales que son inevitables en todo país moderno.

El sociólogo alerta que es la última oportunidad para la paz, al igual que lo hacen unos cuantos analistas colombianos. Cuando fracasó el proceso de paz del Caguán, en 2002, la población culpó a las FARC y se volcó con el discurso guerrerista de Uribe. “Si se vuelve a fracasar en La Habana, la gente con mucha razón le va a echar la culpa a las FARC”, afirma Pécaut. No obstante, considera que lo que más afectó el conflicto armado fue el narcotráfico y lo que más le asusta de Colombia es el populismo.

La actual polarización no sólo impresiona a Pécaut porque ve en ella una “guerra sucia” que anticipa lo peor. Quien dedicó su vida académica a comprender La Violencia que arrasó al país afirma: “Sólo podría compararla con el clima que se vivió en los años 1946 y 1947 entre conservadores y liberales”. Como consecuencia de ese clima, el 9 de abril de 1949 fue asesinado el dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán. El asesinato desencadenó el levantamiento popular conocido como El Bogotazo y dio inicio a una larga guerra de más de seis décadas.

Anexo

Votar, cuestión de minorías

LA ABSTENCIÓN SIEMPRE ganó en Colombia. Pero ahora se manifiesta de forma masiva en las grandes ciudades y toma dos direcciones: la baja participación, menor a la mitad de los habilitados, y el voto en blanco, que viene creciendo de forma sostenida.

En las elecciones legislativas del pasado 9 de marzo, un millón y medio de personas votaron en blanco. En las “circunscripciones especiales” fue mayoritario. En la elección para elegir representantes de los pueblos indígenas, se registraron en total 171 mil votos a candidatos y otros 138 mil votos en blanco, según detalle Le Monde Diplomatique en su edición de mayo. Algo similar ocurrió en la circunscripción afrocolombiana. Fueron emitidos 159 mil votos por listas de partidos mientras otros 77 mil sufragaron en blanco.

Pero lo más significativo es la enorme abstención en las ciudades. En Bogotá, los diputados fueron electos apenas con los votos de tres de cada diez capitalinos. La abstención alcanzó el 65 por ciento y el voto en blanco el 10 por ciento. En Medellín, la segunda ciudad del país, sólo llegaron a las urnas el 41 por ciento de los habilitados y el 7 por ciento de los que votaron lo hicieron en blanco. En Cali la abstención batió todos los registros alcanzando el 67,7 por ciento, siendo el voto en blanco del 7 por ciento.

En opinión del analista Miguel Suárez, “el voto en blanco refleja la tercerea ola de indignación expresada en las urnas colombianas”, en los doce últimos años. Las dos anteriores fueron el apoyo al candidato de izquierda Carlos Gaviria y luego a la centrista Ola Verde, ambas desafiando al establecimiento político. Las elecciones son cuestión de minorías en un país que no confía en que las cosas puedan cambiar algún día.

Nota 

(1) Siglo XXI, Bogotá, 1987.

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