Las mujeres, ricas, postulan por los niños, pobres. Se reúnen en sociedades caritativas con nombre de virgen y acuerdan crear un comedor infantil para pobres. Para unos pocos. Así, mientras sus progenitores se parten el lomo en las fincas de sus maridos, padres y abuelos y hasta de ellas mismas, las distinguidas señoritas ofrecerán un poco de caldo a los hijos de los jornaleros, a quienes ellas, sus maridos, sus padres o sus abuelos, no les pagan lo suficiente como para alimentar a sus chinijos.
Ellas creen que la pobreza es una desgracia y que hay que ayudar para que sea más llevadera. De suprimirla, ni hablar. No vayan a quedarse sus inmaculadas almas sin entretenimiento.
También ellas, ricas de cuna, damas de la alta sociedad, saben replegarse. Cuando los pobres pasan a la ofensiva y pelean para dejar de ser pobres, entonces, ellas, dejan de postular. Dejan de pedir y se disponen a combatir tamaña osadía. Para seguir pidiendo, las cosas tenían que seguir siendo.
Entonces solo van a misa. Escuchan al cura, encaramado en el púlpito acusador, vociferar contra los anticristos, los antiespaña. O sea, contra los pobres que reniegan de la resignación.
Y para que todo fuera como debiera ser, sus maridos, sus padres y sus abuelos se calan las bayonetas y se proponen extirpar el mal de raíz.
Cuando se declaran triunfantes, ellas vuelven alegres, ciegas ante el dolor, a postular.