La Isla está pariendo. Su piel negra se desgarra para que salga el calor de siglos y grita. Lleva días contrayendo su vientre, retorciéndose en las madrugadas, manteniendo en vilo a sus hijas. Ahora su cuerpo tiembla sin parar y su voz ronca se esparce, empujada por el alisio fresco, anunciando de nuevo su más firme determinación: nadie, ni las mismísimas diosas que todo lo crean, podrán encadenarla. Que es libre de nacerse y que lo hace para regalarle al océano un nuevo beso ardiente, para vestir de oro a la noche, para tejer nuevas alforjas en las que guardar las semillas de los tiempos nuevos.
Se está rajando la Isla y en el silencio de la noche rompe aguas de fuego que se precipitan por el tobogán de la memoria. Imparables, chamuscando a los cardones altivos, los ríos rojos adelantan la amanecida. La lluvia negra embrumece el cielo limpio de estrellas y la Isla llora su dolor amontonado. Sabe que su parto de lava será el sostén de vidas nuevas, que tiene que matar para nacerse, que debe engendrar soledades para seguir construyendo esperanzas.
Está pariendo nuevos ojos con los que mirar el Universo, nuevos riscos que se abrigarán con musgos atrevidos, más isla en la que destilar la historia de los hijos del silencio, más vida que brotará de las cenizas de la muerte.