La Isla voló. Llevaba años acumulando certezas y ensacando las lágrimas de siglos. Reuniendo memorias desperdigadas, acompañando a las historias viejas, muriendo de cólera, de gripes para los pobres, de grilletes ferrujientos, de pelotones de fusilamientos, de sacos que se pudren en la mar. Llevaba tiempo con esa matraquilla. Volar hasta alcanzar las estrellas negadas. Desenterrando los huesos de sus hijos, embalsamando la esperanza, para que nos sobreviviera a todas, amarrando los galeones de la muerte y la codicia. Espantando el hambre dolorosa y el llanto que brota de la tierra saqueada.
La Isla voló. Se encaramó a los riscos de Tigaiga y se lanzó al vacío liberador. Antes se armó con músicas que espantaban el olvido, con los abrazos que celebraron las victorias. Le puso miles de nombres a sus deseos y untó su piel quebrantada con poemas anónimos, con corajes entumecidos por la larga ocupación de sus entrañas. No hubo vuelta atrás. Ya no había pasado engañoso ni memoria puteada. La Isla voló porque el largo silencio de los días se había roto, había destrozado los eslabones de la mentira y se sucedieron, una tras otra, las palabras nuevas.
La Isla se elevó sobre los viejos cedros, surcó el cielo infinito y navegó con el alisio. Rompió con los mitos inventados y se sacudió las oraciones de la resignación. Acabó con el miedo cortante, agarrotador y renunció a sus fantasmas imaginados. La Isla voló. Libre.