Mar. Dic 2nd, 2025

-Por Lourdes lópez Acosta.

A veces pienso que la vida me puso donde tenía que estar y vivir lo que tenía que vivir. Porque desde que tengo uso de razón he mirado a un volcán de frente. Pero lo que jamás imaginé es que vería nacer otro… El 19 de septiembre de 2021 me levanté sin pensar que ya nada sería nunca igual. 

¿Quién podía imaginar que ese día nuestras vidas cambiarían para siempre?… 

A las 15:12 de la tarde estábamos sentándonos a almorzar cuando mi hijo se levantó de la silla, instintivamente, y se acercó a la cristalera. Le vi allí parado unos segundos antes de oírlo gritar que en la montaña había humo. Corrí al balcón y me asombró aquel «champiñón» enorme de humo y tierra que teníamos en frente. Me sacó de ese estado el ruido de sirenas y vehículos acelerados en dirección a Puerto Naos que pasaban por delante de nuestra casa. Inmediatamente empezó la peregrinación de vehículos en la dirección contraria, hacia Los Llanos.  

Fui testigo, durante horas, del éxodo de familias enteras que abandonaban sus hogares, muchas de ellas sin poder volver a pisarlos más.  

Yo misma salí de mi casa con mi padre y mi hijo a las 9:00 de la noche. Cada uno con una bolsita con un pijama y una muda de ropa, los documentos, las medicinas y el alma herida. Cuando bajamos la escalera para ir al coche, dejé que salieran delante de mí, asegurándome así de que lo más valioso que tenía no se me quedara atrás. A esa hora y con la oscuridad, vimos por primera vez en nuestras vidas un río de lava brotando y una luna llena enorme justo encima del volcán. La imagen era indescriptible… 

Esa noche fuimos a Tacande. No me alcanzará la vida para agradecer a Nieves y sus hermanos  que nos acogieran en su casa familiar.  

Fueron días angustiosos, mirando al volcán de frente, viendo cómo crecía por horas. Madrugadas hipnotizados sin poder apartar los ojos de la lava que escupía. Sufriendo y rezando cada vez que se abría una nueva boca. De ahí nos evacuaron urgentemente el mediodía de un viernes, en medio de ondas expansivas, y nos sentimos actores secundarios de una película de ciencia ficción… Llegamos al Paso con nuestras bolsas, al piso de Fani y allí convivimos durante unos días con su familia, antes de volver a Tacande. Y sentí que mi familia crecía, y sentí un agradecimiento infinito. Allí estuvimos casi un mes, arropados y cuidados. Y de ahí fuimos a Las Cuestas del Paso, al apartamentito que nos brindó Ruth. Y en esa casita vivimos algunos de los días más tristes de nuestras vidas: una nueva boca que se abrió se llevó nuestra casa, las casas de nuestros vecinos y amigos, nuestro colegio, parte de nuestro barrio de La Laguna, como semanas antes se había llevado El Paraíso y Todoque . Y quedaron sepultados nuestros recuerdos, nuestras ilusiones, objetos que para nosotros eran valiosos porque eran parte de nuestras vidas. Y lloré, porque supe que ya no podríamos volver a aquel lugar que nos acogió, el lugar donde fuimos felices. El hogar que va más allá de las cuatro paredes y el techo que nos albergaban. El hogar que trasciende a la calle, a la plaza, al jardín de la vecina, a los cortados en el Bar Central, a las charlas largas en la escalera, a las noches al raso en la azotea mirando el cielo estrellado, a las risas en el Rincón de Fidela, los momentos emocionantes en el patio del colegio… Supe que ya el ajetreo del barrio se apagaría para siempre, que ya nada sería igual. Porque nada estaba en su sitio. Y rememoré una y otra vez los días felices, como queriendo grabarlos a fuego. Y día a día, fuimos sobreviviendo, olvidándonos de vivir. Y el volcán se fue apagando, pero se fueron encendiendo los miedos. La valentía que tuvimos los 85 días con sus 85 noches (en las que parecían multiplicarse las horas) se nos fue menguando. 

Y ahora, un año después, ya no soy la misma. Pero de igual manera que el volcán me arrebató tantas cosas, me ha hecho más fuerte.  

Y si pienso en ese día, me viene a la cabeza que el instante en que nuestras vidas se quedaron suspendidas en el aire, estábamos sentándonos a comer chicharros fritos y papas arrugadas, que allí quedaron en la mesa como un bodegón improvisado esperando a ser inmortalizado por el pincel de algún pintor. Que la ropa blanca se quedó tendida ondeando al sol, como una bandera izada en son de paz, de una paz que nunca llegó. Que tenía intención de hacer un bizcochón porque el sábado me habían regalado huevitos caseros. Y que esa mañana había cambiado la ropa de las camas en las que no nos volvimos a acostar disfrutando del olor a sábanas limpias.  

Y todavía un año después, aún evito bajar a Los Llanos por Tajuya porque, inconscientemente, bajo por el Camino Cruz Chica para llegar a casa. Y cuando me piden la dirección, digo que es Carretera Puerto Naos, 254… Y me asomo a la ventana de mi habitación al oscurecer para ver la puesta de sol, pero me topo con el bloque de enfrente. Y mi hijo me sigue diciendo que lo que más echa de menos es el patio de sus abuelos y comerse una hamburguesa en el Bar Central.  

Y yo lo miro deseando con todas mis fuerzas que siempre siempre, quiera volver a La Palma cuando sea mayor, porque si no hay una reconstrucción real esta será una isla envejecida: los jóvenes se irán.  

Y pienso en los años felices, en todas y cada una de las personas que hicieron que amara esta isla, que amara el Barrio de La Laguna. Aunque incluso ya lo amara antes de visitarlo por primera vez, porque alguien me había hablado tanto y tan bonito de ese lugar… Y me veo encima de la montaña mirando el barrio, el ir y venir de coches y gente en su ajetreo diario. Y si cierro los ojos puedo saborear los plátanos y los aguacates que aparecían dentro de una cajita delante de la puerta de casa, que algún vecino dejaba allí para obsequiarnos. Veo a mi padre sentado en el banco al lado del chorro, con la pierna cruzada y las manos descansando sobre la rodilla. Y me invade un sentimiento de nostalgia y de agradecimiento al barrio que nos acogió.  

Y aunque sé que nada será ya igual, que no recuperaremos la paz y la calma que teníamos, también sé que tengo que agradecer a todas las personas que el volcán trajo a nuestras vidas. Los que llegaron durante la erupción, los que llegaron después, los que se mantienen a nuestro lado, y los que perdimos en el camino. Esos hilos rojos invisibles que nos fueron conectando y creando grupos de resistencia improvisados para abrazarnos el alma («El Rincón de Fidela»). «Tierra Bonita», que me rescató de la negrura de la lava y la ceniza. Anabela y nuestras mil horas de conversación y paseos. El empeño en recordar que “los viernes se respetan, porque son sagrados». «Las cañas y vinos» que no tomamos nunca. Saber que «nos vamos a hacer ricas» (aunque ya lo éramos sin saberlo). Mi querido maestro Antonio recordándome lo esencialmente importante para poder cuidar mi joya. Los corazones de Tejeda. La guirnalda hecha con retales de tela dentro de la cajita de cartón, que un hada nos regaló para que recuperásemos la magia de La Navidad. El portador de estrellas. El súper héroe que salvó mis libros…  

Toda, toda mi vida mirando a un volcán. 

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