¿Adónde va la isla errante, despojada de sonrisas, sola con su memoria de cristal? Camina por veredas tortuosas, mirando atrás, en busca de puertos donde arribar, donde encontrar abrigos. Anda sin más, sin compañías, sin alforjas donde meter sus lágrimas por los amores perdidos. Anda sin sombra que la persiga, vacía y muda. Isla náufraga que se aferra a sus ojos de niña, a sus sueños de antes, deambulando por océanos transparentes, sin misterios, sin alquimias que transformen sus angustias. Isla sola. Isla en soledad. Isla que se aleja para encontrarse con sus muertos.
Así vagamundea. Como nómada por la inabarcable estepa. Explorando la pena amarga del desarraigo, rastreando la magua del otoño, el tiempo de las caídas, de la modorra inquebrantable. Va y viene hacia su futuro incierto, zarandeada por un alisio joven, juguetón, inexperto. No es de mucha ayuda pero asegura barricadas de recuerdos contra el siroco que calcina el presente y la lanza, hinchando sus velas de seda, hacia ensenadas de aguas quietas. Allí limpia sus viejos fusiles cargados de metáforas y los alinea sobre cubierta para que la luna de sangre los alimente. Con ellos volverá a disparar, cuando la agonía se disuelva en la lava de los volcanes apasionados. En la bahía del silencio se van congregando los aprendizajes y por los angostos barrancos fluye un blues antiguo, que emerge de las entrañas de la isla cómplice. La isla canela, la isla bruja, la isla hechicera, la tentadora isla. Y ahora es que las manos muertas resucitan y empieza, de nuevo, la danza. Acariciando el aire, coqueteando con la noche seductora, despojándose de vestimentas invernales, columpiándose al compás, reventando las costuras de la siniestra resignación, desbordando las reglas preestablecidas, burlándose de los dioses y de la desmemoria, la isla naufragada acumula corajes, se despoja de lastres, de camisas de fuerza, entierra los ropajes del decoro y levanta amarras. Todo el mar por delante. Tiempos de volver a casa.