El padre Israel ejercía en un pueblecito polvoriento, cerca de la frontera que estaba prohibido cruzar. Era el único sacerdote en un radio de treinta kilómetros. Por eso, su único confesor era el propio Dios, nada menos que el Supremo, el que poseía todas las respuestas.
Cada vez que lo necesitaba le pedía audiencia escribiendo dios@cielo.com en su portal de internet. Pero casi nunca contestaba y el pobre Israel se quedaba sin confesión y sin poder expiar sus culpas y pecados.
Pero hoy era diferente. Necesitaba declarar algo muy importante y, por una vez en no recordaba cuánto tiempo, tuvo suerte. Dios respondió y en la confesión virtual Israel le dijo que lo amaba, que deseaba al Supremo por sobre todas las cosas.
Y Dios, en su magnánima sabiduría se hizo carne y cuerpo de mujer alta y rubia. Justo la que se aparecía, noche tras noche, en los eróticos sueños de Israel.